CÍNICOS

Alfonso Fernández Tresguerres

Sobre el cinismo antiguo y el moderno


1

Hablemos, en primer lugar, de los cínicos antiguos. Y comencemos por el nombre, sobre cuyo origen, a lo que parece, se barajan dos posibles interpretaciones: según algunos, derivaría de kyon («perro»), apelativo que los cínicos entenderían como un honor, por cuanto que reflejaría con toda exactitud su ideal de vida («vivir conforme a la naturaleza») llevado hasta sus últimas consecuencias: en efecto, vivir del modo más natural posible, sería, en el límite, vivir como los animales, como un perro, por ejemplo. Otra tradición, de la que se hace eco Diógenes Laercio, busca, en cambio, la génesis del término en Cinosargo (que significaría algo así como «perro ágil»), y que sería el nombre del lugar en el que Antístenes abrió la escuela (si es que fue el fundador de la misma) y en el que inició sus enseñazas («Disputaba en el Cinosargo –escribe Diógenes Laercio–, gimnasio cercano a la ciudad, de donde dicen algunos tomó nombre la secta cínica»). Según esta versión, los cínicos descenderían directamente de Sócrates, de quien Antístenes fue discípulo, y formarían, así, parte de los llamados «socráticos menores», siendo Diógenes de Sínope su figura más relevante, o, al menos, la más conocida y carismática. Pero ésta es sólo una versión. Otras niegan, sin embargo, que Antístenes sea el creador de la escuela, e incluso que tuviese alguna vinculación con los cínicos, con lo que, al cabo, se rompería el eslabón que los liga a Sócrates, y entienden que el verdadero padre del cinismo sería, precisamente, Diógenes de Sínope (ese «Sócrates loco», como lo llamaba Platón). Y hasta no falta quien sostenga que el auténtico iniciador del movimiento fue Crates.

Sea como fuere, hay una serie de ideas que resultan esenciales en el cinismo antiguo; mas no sólo de ideas, sino también de actitudes, puesto que no nos hallamos únicamente ante una filosofía, sino, asimismo, ante una forma de vivir. Y si bien es verdad que de todo sistema filosófico (vale decir, en sentido amplio, de cualquier conjunto de ideas) podría conjeturarse que ha de tener, por fuerza, en mayor o menor medida, alguna repercusión en el modo de vida del individuo a él afecto, eso es particularmente cierto en el caso de los cínicos: en ellos, vida y filosofía remiten, inexorablemente, la una a la otra, o, si se quiere, aún podríamos decir que su filosofía es, ante todo, su manera de vivir.

En cualquier caso, todas esas ideas tienen seguramente su origen en el ideal de una vida lo más acorde posible con lo natural, que cristalizaría en el proyecto de retorno a la naturaleza; o, al menos, lo que ellos entienden por tal, ya que, al fin y al cabo, siempre cabría plantearse por qué habría de ser menos natural una vida conforme a las leyes de la polis que una vida hecha a imitación de los animales. De todos modos, es lo cierto que ese ideal de vida conduce a los cínicos al desprecio de las convenciones sociales, lo que les lleva, al mismo tiempo, al cuestionamiento de las normas y costumbres de la ciudad; y con ello, sin duda, al desapego de la ciudad misma, algo que parece conducir, de modo inmediato, al cosmopolitismo que ánima tal escuela.

Paralelamente al menosprecio de los usos sociales, esa propuesta de una «vida natural» es vista como inseparable de la sencillez y la simplicidad, que obligarían a desprenderse de todo aquello considerado superfluo y prescindible, a limitar los deseos a lo auténticamente necesario y fácilmente alcanzable, y, asimismo, a la renuncia y la indiferencia de las que deben ser objeto la mayor parte de las cosas que son causa del desvelo de las más de las gentes: honores, riquezas y poder son tres de las principales. Así, por ejemplo, refiere Diógenes Laercio de su homónimo el cínico que: «Viniendo una vez a él Alejandro y diciéndole: "Yo soy Alejandro, aquel gran rey", le respondió: "Yo soy Diógenes el can». Y también que: «Habiendo visto una vez que un muchacho bebía con las manos, sacó su colodra del zurrón y la arrojó diciendo: "Un muchacho me gana en simplicidad y economía". Arrojó también el plato, habiendo igualmente visto que otro muchacho, cuyo plato se había quebrado, puso las lentejas que comía en una poza de pan.»

En consecuencia, el que reparemos en la profunda interconexión entre la filosofía y el modo de vida cínico no significa que debamos negar toda relevancia filosófica a este movimiento, cuya importancia queda suficientemente de manifiesto con la breve noticia que acabamos de dar de sus principales posiciones filosóficas. Por eso yo no encuentro mayores dificultades en estar de acuerdo con Diógenes Laercio cuando afirma que: «yo juzgo que esta secta fue filosófica, y no, como quieren algunos, cierto modo de vida». Y como prueba de ello, apunta algunas de aquellas posiciones filosóficas más importantes de los cínicos, a las que nosotros ya nos hemos referido: «Establecen [...] el vivir según la virtud [...] y así, llamaron al cinismo un camino compendioso o un atajo para la virtud [...] Gustan asimismo de una vida fácil y simple, usando de la comida sobriamente, y de sólo palios. Menosprecian la riqueza, la gloria y la nobleza. Muchos de ellos se contentan con hierbas, y siempre beben agua fría [...] Asientan que la virtud es enseñable [...] Que el sabio es digno de ser amado, no peca, es amigo de sus semejantes y nada deja al dominio de la fortuna.»

Lo que también es verdad es que nos hallamos ante una propuesta contracultural de una radicalidad tal que probablemente no ha tenido parangón en toda la cultura occidental, y cuyos ecos (bien que con modulaciones distintas) llegan hasta Robinsón Crusoe e incluso hasta Jean-Jacques Rousseau. Una propuesta, por lo demás, que acaso resulta contradictoria en sí misma, porque el propio cinismo no es, después de todo, sino un producto cultural, y aun cabría añadir que un producto cultural refinadísimo, cuya razón de ser, por lo demás, sólo adquiere algún sentido sobre el telón de fondo sobre el que se destaca: una sociedad (como la Grecia del siglo V) que ha alcanzado un complejísimo desarrollo cultural; un proyecto contracultural, en suma, que sólo resulta explicable como fruto de la propia cultura (difícilmente podrían haber existido cínicos en el Paleolítico). Con lo que, al cabo, acaso habría que decir que el cinismo, más que en lo que propiamente afirma, sólo adquiere alguna significación respecto a aquello que niega.

Pero no es el objeto primordial de estas líneas un análisis y crítica del cinismo antiguo, sino, principalmente, preguntarse por lo que nosotros hoy entendemos por tal. Y a este respecto, como es obvio, la primera cuestión ha plantearse es ésta: ¿qué tienen que ver el movimiento y el ideario cínico con lo que nosotros denominamos «cinismo»? Ya que, por lo pronto, parece claro que a los cínicos les debemos, al menos, el nombre.

2

En nuestra lengua, «cínico» se entiende como sinónimo de impúdico o procaz, desvergonzado incluso; también descarado; mas descarado en el sentido de defender con desfachatez y atrevimiento (y hasta con deshonestidad) doctrinas o acciones deshonrosas o vituperables, lo que supone, al tiempo, ignorar, de modo deliberado, tanto las normas morales como las convenciones sociales, que no serían para el cínico más que objeto de burla: «Un hombre –decía Oscar Wilde– que conoce el precio de todo y el valor de nada.»

Ciertamente, no es difícil imaginar que muchos de esos rasgos (si no todos) fuesen atribuidos a los cínicos antiguos por sus contemporáneos, ya que resulta perfectamente factible conjeturar que es así como eran vistos por sus conciudadanos, especialmente a partir del momento en que dentro del propio movimiento cínico parece ser que se dio el paso del ideal de vida ascético, establecido sobre el autodominio, al hedonismo más notorio y desenfrenado. Así, de Crates y su esposa Hiparquia cuenta Diógenes Laercio que no tenían el menor reparo en usar «públicamente del matrimonio». Y aunque, sin duda, usar del matrimonio (aunque sea sin matrimonio) no tiene, en principio, por qué suponer desenfreno de ningún tipo, el que ello tuviera lugar en público (lo que no es más que una forma infantil de escandalizar y de llamar la atención) pudo dar pie a que quienes presenciaban tales menesteres concluyesen que los cínicos predicaban una cosa (el dominio de las pasiones y las necesidades) y practicaban otra muy distinta. Para que de ahí se pasase a afirmar de alguien que dice una cosa y hace otra que actúa como los cínicos o, sin más, que es un cínico, no haría falta mucho, creo yo. Tal puede ser, perfectamente, el origen del término, tal como ha sido heredado por nosotros, porque, en efecto, en él subyace esa identificación del cinismo con la hipocresía: decir o defender algo y hacer justo lo contrario.

En todo caso, la corriente cínica, incluso en sus posiciones extremas, prueba que la sociedad posee una maleabilidad y una capacidad de asimilación tales que sus normas y convenciones son difícilmente vulnerables por una especie de rabieta adolescente que, con la impudicia, no busca sino el protagonismo («¡Cuánto fasto manifiestas [...] queriendo no parecer fastuoso!», se cuenta que le dijo Platón a Diógenes). Y así, seguramente, lo que comenzó por provocar escándalo pudo haberse convertido, con toda facilidad, en reclamo turístico para la ciudad: a Atenas podría haberse ido, entre otras, precisamente a ver a los cínicos.

Y conste que con esto (permítaseme que vuelva a insistir en ello) no pretendo rebajar la dimensión filosófica del cinismo. De hecho, lo mejor de él fue recogido posteriormente por los estoicos, quienes, aunque no los siguieron en su modo de vida, sí hicieron suyo, en cambio, su ideario filosófico. En el estoicismo, la vida conforme a la naturaleza se entenderá como la vida que se guía por la recta razón, lo que conduce, por una parte, a la comprensión de que todo se halla ligado y hermanado por el Logos, y de ahí al cosmopolitismo; y, por otra, al convencimiento de que el Logos es una ley (llamémosle el Destino) que determina de manera inefable todas las cosas; y las determina para bien, esto es, para que el Universo sea un Cosmos, no un Caos. Y si eso es así, la única actitud razonable es la aceptación, la resignación, la aphateia y la renuncia.

Pero volvamos a nuestros cínicos, no a los antiguos, sino a los de ahora.

3

Hemos conjeturado que el término, eso que nosotros entendemos hoy por «cinismo», y que puede sintetizarse, acaso, en defender con descaro aquello que moral y socialmente se considera inconveniente o indefendible, e incluso en manifestar, sin el menor rubor, una desvergonzada contradicción entre lo que se dice y lo que se hace, tiene su origen, seguramente, en el modo en que los propios cínicos eran vistos (se puede discutir si con acierto o no) por sus conciudadanos. Mas, ¿en qué se manifiestan, en el cínico de hoy, esa desvergüenza y ese descaro a los que aludimos? Sin duda, no en la apariencia externa ni en la forma de vivir. Cabría incluso decir que en estos aspectos el cínico actual muestra una camaleónica adaptabilidad que le permite confundirse con el entorno para así alcanzar mejor sus objetivos. Y es justamente en el ámbito de los objetivos donde el cinismo, hoy, se manifiesta como tal, en tanto que actitud puesta al servicio de los mismos, de su logro o consecución; y para ello, antes que llamar la atención, el cínico busca pasar desapercibido: ya no se trata, pues, de un modo de vivir, sino de un modo de actuar. El cínico, ciertamente, desprecia las convenciones morales y sociales, y éste es quizás el principal aspecto que tiene en común con el cinismo griego; pero carece de la ingenuidad (y hasta de la inocencia) y, por supuesto, de la nobleza con que los cínicos antiguos se burlaban de las convenciones de su época: el cínico de hoy desprecia tales convenciones, pero fingiendo aceptarlas, y así, por ejemplo, proclamará el valor de la lealtad sin conocer otra lealtad que la que se tiene a sí mismo, o la importancia de unos principios morales sólidos, él, que no sabe de otra moral más que la dictada por las circunstancias: todo es válido si se halla al servicio de sus objetivos y de su interés; objetivos e interés que constituyen –digámoslo de una vez– sus únicas fidelidades. Mas para propiciar su logro no puede alejarse de la ciudad, ni tampoco desentonar en ella, sino, al contrario: se introduce de lleno en la sociedad, confundiéndose con el medio. Pero, al cabo, lo denuncia, como a Crates, el que hace uso del matrimonio en público, esto es, la contradicción entre sus dichos y sus obras, porque éstas lo revelan como lo que realmente es: un arribista y un oportunista que cambia de posiciones o de valores según las necesidades del momento y el mayor o menor apoyo que presten a sus aspiraciones.

4

Existe, sin embargo, otra forma de entender el cinismo, o, si se quiere, otra forma de ser cínico que lejos de resultar viciosa o negativa en sí misma, constituye, en cambio, una excelente catarsis o terapia tanto moral como social, una suerte de aguijoneo mental que nos despierta y nos pone en guardia frente a la hipocresía que se esconde por igual en la falsa moralina y en aquellas convenciones sociales que no son sino un mero aparentar, un simple barniz con el que se intenta ocultar lo inconfesable; un cinismo, en suma, que constituye un maravilloso antídoto contra el fraude moral o social.

Esta segunda modalidad, cuyo sentido también recoge nuestra lengua, es aquélla en la que «cínico» es sinónimo de «sarcástico», «satírico» o «sardónico». Desde esta perspectiva, el cinismo es una actitud que se compone, a partes iguales, de escepticismo y de ironía, y a la que caracteriza, acaso más que cualquier otra cosa, la sospecha de que, con frecuencia, la rectitud y la sinceridad de las que hacemos gala no son más que una cortina de humo tras la que camuflamos las verdaderas intenciones que nos mueven. Mas sospecha, también, de cuán endeble resulta, en ocasiones, la base en la que se sustenta aquello que muchas veces se considera adecuado o conveniente; sospecha, en definitiva, de que muy poco (o casi nada) de lo que supuestamente gobierna el mundo de las relaciones humanas es lo que parece ser, y que muy pocos (o casi ninguno) de los motivos por los que decimos movernos son los que aparentamos que son.

Visto así, el cinismo es manifestación de desencanto y descreimiento. Pero es, igualmente, sarcasmo, esto es, denuncia; mas denuncia sardónica y satírica de aquello que es objeto de sospecha. Y para ello el cínico hace uso, es cierto, de la ironía, pero acaso más habitualmente de la obscenidad, esto es, de mostrarse a sí mismo a los ojos de todos revestido de aquello que denuncia, admitiendo, pues, en sí (o atribuyéndoselo, al menos, acaso a efectos retóricos y dialécticos) lo que nadie admite por considerarlo indeseable o inconveniente, aun poseyéndolo en una dosis iguales o superior a la de aquél que se ofrece como espejo en el que invitar a reconocerse. Desde esta óptica, el cínico es un moralista, y aún cabría añadir que no es posible ser moralista sin ser un poco cínico.

Esta es la forma (creo yo) en que fueron cínicos La Rochefoucauld o Chamfort. También el propio Diógenes, cuando, por ejemplo, a la pregunta de qué vino le gustaba más, respondió: «El ajeno». O en aquella otra ocasión que encontrándose en un baño que no destacaba precisamente por su limpieza, preguntó: «Los que se bañan aquí, ¿dónde se lavan?». Anécdota esta última que, en el contexto de lo que ahora estamos tratando, es, con mucho, la que yo prefiero, porque encierra en sí una completa simbología de lo que el cinismo al que nos estamos refiriendo tiene de denuncia de la falsa moral, de las falsas convenciones y de la falsa «limpieza». Y ese es el modo en que fue cínico Ambrose Bierce, cuyo The Devil's Dictionary (1911) se tituló en su primera edición, el año 1906, The Cynic's Word Book, «título –como advierte Bierce– que el autor no tuvo la potestad de rechazar ni el gusto de aprobar», aunque es lo cierto que una entrega del Diccionario publicada el año 1887 en The Examiner (el Diccionario fue apareciendo en publicaciones periodísticas desde el año 1875 hasta el 1906) fue titulada por el autor como The Cynic's Dictionary. En cualquier caso, El Diccionario del Diablo bien podría llamarse igualmente El Diccionario del Cínico, porque es, sin duda, uno de los más firmes y rotundos exponentes del cinismo, en el sentido en que ahora lo estamos entendiendo; y acaso por ello no es casual que este modo de entender el cinismo en ningún lugar se encuentre mejor expresado que en la propia definición que el Diccionario ofrece de la voz «cínico»: «Sinvergüenza cuya visión defectuosa le hace ver las cosas tal como son y no como deberían ser.»

Se da, pues, en el cinismo un descreimiento en aquellos valores que supuestamente se asumen como tales, bien sea porque en realidad no se hace, sino que son mera fachada tras la que esconderse para mejor alcanzar los verdaderos propósitos que nos guían, bien sea porque tales valores no son tal, sino simples convenciones ridículas y risibles. Pero habitualmente el cínico no descubre nada que no se sepa ya. Su denuncia no es la revelación de un territorio moral (o mejor, inmoral) incógnito, ni tampoco el descubrimiento de lo endeble o artificial de muchas de nuestras convenciones sociales: es, sencillamente, aquél que dice lo que tácitamente se silencia, aún sabiéndolo todo el mundo; aquél que se atreve a confesar aquello que todos consideran inconfesable, aun sabiendo que es cierto. Y, sin duda, nada de eso puede hacerse sin una considerable dosis de indiferencia: al cínico le preocupa menos causar buena impresión que impresionar, esto es, golpear la conciencia o la ñoñez del prójimo mediante el escándalo verbal.

Esta segunda forma de cinismo es (también podríamos decirlo así) la piedra permanente en el zapato del primero.

 


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