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Tomado de Cultura libre: página 286



consideraciones sobre sida, África y las patentes de medicamentos



Lawrence Lessig





Hay más de 35 millones de personas en todo el mundo con el virus del SIDA. De ellas, 25 millones viven en el África subsahariana. Diecisiete millones ya han muerto. Diecisiete millones de africanos es equivalente porcentualmente a siete millones de estadounidenses. Aunque más importante es el hecho que son diecisiete millones de africanos.



No hay cura para el SIDA, pero hay medicamentos que reducen la velocidad de su desarrollo. Estas terapias antirretrovirales (AA) todavía son experimentales, pero ya han tenido efectos drásticos. En los EE.UU., los pacientes de SIDA que regularmente toman un cóctel de estos medicamentos incrementan su esperanza de vida entre diez y veinte años. Para algunos, estos medicamentos hacen que la enfermedad sea casi invisible.



Estos medicamentos son caros. Cuando se introdujeron por primera vez en los EE.UU. costaban entre 10.000 y 15.000 dólares por persona al año. Hoy algunos cuestan 25.000 dólares al año. A estos precios, ningún país africano puede permitirse los medicamentos necesarios para la inmensa mayoría de su población: 15.000 dólares es treinta veces la renta per cápita de Zimbawe. A estos precios, estos fármacos son totalmente imposibles de conseguir.



Estos precios no son altos porque los ingredientes de los medicamentos sean caros. Estos precios son altos porque los medicamentos están protegidos por patentes. Las compañías farmacéuticas que produjeron estas mezclas que salvan vidas gozan de al menos veinte años de monopolio sobre sus invenciones. Emplean el poder del monopolio para extraer del mercado lo máximo que pueden. Ese poder es usado a su vez para mantener altos los precios.



Hay muchos que son escépticos con respecto a las patentes, especialmente las patentes de fármacos. No soy uno de ellos. De hecho, de todas las áreas de investigación que deberían ser apoyadas por las patentes, la investigación de medicamentos es, en mi opinión, el caso más claro en el que las patentes son precisas. La patente le da a la farmacéutica alguna seguridad de que si tiene éxito inventando un nuevo fármaco para tratar una enfermedad, podrá recuperar su inversión y tener ganancias. Esto es, socialmente, un incentivo de un valor extraordinario. Yo soy la última persona que defendería que las leyes habrían de abolirlo, al menos sin otros cargos en contra.



Pero una cosa es apoyar las patentes, incluso las patentes de fármacos. Otra es determinar el mejor método de enfrentarse a una crisis. Y a medida que los líderes africanos comenzaron a reconocer la devastación que el SIDA traía consigo, empezaron a buscar formas de importar tratamientos del HIV a costos significativamente por debajo del precio de mercado.



En 1997 Sudáfrica lo intentó por una ruta específica. Aprobó una ley que permitía la importación de medicamentos patentados que hubieran sido producidos o vendidos en los mercados de otro país con el consentimiento del dueño de la patente. Por ejemplo, si el fármaco era vendido en la India, podía ser importado desde allí a África. Esto se llama "importación paralela", y está generalmente permitida bajo las leyes del comercio internacional y específicamente permitida dentro de la Unión Europea.



Sin embargo, el gobierno de EE.UU. se opuso a esta ley. En realidad, hizo más que oponerse. Tal y como lo caracterizó la Asociación Internacional de la Propiedad Intelectual, "el gobierno de EE.UU. presionó a Sudáfrica [...] para que no permitiera las licencias obligatorias o las importaciones paralelas". A través de la Oficina del Representante de Comercio de EE.UU., el gobierno estadounidense le pidió a Sudáfrica que cambiara la ley--y para añadir presión a esa petición, en 1998 la USTR incluyó a Sudáfrica en la lista de posibles sanciones comerciales. Ese mismo año más de cuarenta compañías farmacéuticas comenzaron procesos en los tribunales sudafricanos para cuestionar las acciones su gobierno. En ese momento se le unieron a los EE.UU. otros gobiernos de la UE. Afirmaban, como hacían las farmacéuticas, que Sudáfrica estaba violando sus obligaciones bajo las leyes internacionales, al discriminar un tipo particular de patente--las patentes farmacéuticas. La exigencia de estos gobiernos, con los EE.UU. a la cabeza, era que Sudáfrica respetara estas patentes como respeta cualquier otra patente, sin prestar mayor atención a cualquier efecto que pudiera tener en el tratamiento del SIDA en Sudáfrica.



Debemos encuadrar la intervención de EE.UU. en su contexto. Sin duda las patentes no son la razón más importante por la que los africanos no tienen acceso a medicamentos. La pobreza y la ausencia total de una infraestructura efectiva de atención sanitaria tienen mucha más repercusión. Pero sin entrar en si las patentes son la razón más importante o no, el hecho es que el precio de los fármacos tiene un efecto sobre su demanda, y las patentes afectan a los precios. Y por tanto, ya fuera masiva o marginalmente, la intervención de nuestro gobierno incidió en el cese del flujo de medicamentos a África.



Al detener el flujo de tratamientos de HIV a África, el gobierno de los EE.UU. no estaba reservándose fármacos para el uso de los ciudadanos estadounidenses. Esto no es como el trigo (si se lo comen ellos, nosotros no podemos hacerlo); por contra, el flujo que los EE.UU. detuvieron al intervenir es, de hecho, un flujo de conocimientos: información sobre cómo tomar productos químicos que existen en África y convertirlos en medicamentos que puedan salvar de quince a treinta millones de vidas.



La intervención de EE.UU. tampoco iba a proteger los beneficios de la industria farmacéutica estadounidense--al menos, no substancialmente. No es que esos países estuvieran en condiciones de comprar los medicamentos a los precios que cobran las farmacéuticas. De nuevo, los africanos son tan extremadamente pobres que no pueden permitirse estos fármacos al precio al que se ofrecen. Detener la importación paralela de estos medicamentos no incrementa substancialmente las ventas de las compañías estadounidenses.



En lugar de todo esto, el argumento a favor de restringir el flujo de información, necesario para salvar millones de vidas, era un argumento acerca de la santidad de la propiedad. Fue debido a que podría violarse la "propiedad intelectual" que se defendió que estos fármacos no habían de fluir hacia África. Fue un principio sobre la importancia de la "propiedad intelectual" lo que impulsó a estos gobiernos a intervenir en contra de la respuesta sudafricana contra el SIDA.



Ahora demos un paso atrás por un instante. Habrá un momento en treinta años en el que nuestros hijos mirarán al pasado y se preguntarán cómo pudimos permitir que esto ocurriera. Cómo pudimos permitir que se siguiera una línea política cuyo costo directo fue acelerar la muerte de entre quince y treinta millones de africanos, y cuyo único beneficio real era afirmar la "santidad" de una idea. Qué justificación podría remotamente existir para una política que tiene como resultado tantas muertes. Cuál es exactamente la locura que permite que tantos mueran por semejante abstracción.



Algunos culpan a las compañías farmacéuticas. Yo no. Son corporaciones. Sus directivos tienen la obligación legal de ganar dinero para la corporación. Promueven una determinada normativa de patentes no por una cuestión de ideales, sino porque es esa normativa la que les permite obtener el máximo de ingresos. Y solamente les permite obtener el máximo de ingresos debido una específica corrupción de nuestro sistema político--una corrupción de la que las farmacéuticas ciertamente no son responsables.



La corrupción es el fracaso de la integridad de nuestros propios políticos. Pues a las farmacéuticas les encantaría--dicen, y yo las creo--vender sus productos a los precios más bajos posibles en África y otros lugares. Hay cuestiones que tendrían que resolver para asegurarse que los fármacos no volvieran a EE.UU., pero esos son meros problemas tecnológicos. Pueden superarse.



Un problema diferente, sin embargo, no puede superarse. Es el miedo al político amante de los focos que llamaría a los presidentes de las compañías farmacéuticas a una vista en el Senado o el Congreso y les preguntaría: "¿Cómo es que venden este fármaco contra el HIV en áfrica por sólo un dólar la pastilla, pero el mismo medicamento le cuesta 1.500 dólares a un estadounidense?" Como no hay una respuesta que suene bien a esa pregunta, el resultado sería inducir la regulación de precios en EE.UU. La industria farmacéutica por tanto evita esta espiral evitando el primer paso. Refuerzan la idea que la propiedad debería ser sagrada. Adoptan una estrategia racional en un contexto irracional, con la consecuencia involuntaria de que quizá mueran millones. Y así esa estrategia racional se presenta en términos de este ideal--la santidad de una idea llamada "propiedad intelectual".



De manera que, cuando el sentido común de tu hijo te mire a la cara, ¿qué le dirás? Cuando el sentido común de una generación se rebele contra lo que hemos hecho, ¿cómo justificaremos lo que hemos hecho? ¿Qué argumento hay?



Una normativa sensata de patentes aprobaría y apoyaría con fuerza el sistema de patentes sin tener que llegar a todo el mundo en todo el mundo de exactamente la misma manera. Igual que una normativa sensata del copyright aprobaría y apoyaría con fuerza un sistema de copyright sin tener que regular la difusión de la cultura de un modo perfecto y para siempre jamás, una normativa sensata de patentes podría aprobar y apoyar con fuerza un sistema de patentes sin tener que bloquear la difusión de medicamentos a países que no son lo suficientemente ricos como para permitírselos en ningún caso a precios de mercado. Una normativa sensata, en otras palabras, sería una normativa equilibrada. Durante la mayor parte de nuestra historia, las leyes tanto de copyright como de patentes fueron equilibradas precisamente de esta manera.



Pero nosotros, como cultura en general, hemos perdido este sentido del equilibrio. Hemos perdido el ojo crítico que nos ayude a ver la diferencia entre la verdad y el extremismo. Un determinado fundamentalismo de la propiedad, que no tiene ninguna vínculo con nuestra tradición, reina ahora en nuestra cultura-de un modo extraño y sorprendente, y con consecuencias más graves con respecto a la difusión de ideas y de cultura que prácticamente cualquier otra decisión política que como una democracia podamos tomar.



UNA SIMPLE IDEA nos ciega y, al amparo de la oscuridad, muchas cosas ocurren que la mayoría rechazaríamos si cualquiera de nosotros abriese los ojos. De un modo tan falto de crítica aceptamos la idea de la propiedad de ideas que ni siquiera nos damos cuenta de cuán monstruoso es negarle ideas a gente que se está muriendo sin ellas. De un modo tan falto de crítica aceptamos la idea de propiedad de la cultura que ni siquiera cuestionamos cuándo el control de esa propiedad elimina nuestra capacidad, como pueblo, de desarrollar nuestra cultura democráticamente. La ceguera se convierte en nuestro sentido común. Y el reto para cualquiera que quiera reclamar el derecho a cultivar nuestra cultura es hallar un modo de hacer que este sentido común abra los ojos.








Lawrence Lessig, tomado de Cultura libre, página 286








el trabajo completo de Lawrence Lessig: Cultura libre, de 376 páginas, está disponible aquí










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