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Séneca.
Sobre la felicidad.
Capítulo
15
Obedecer a Dios es libertad | índice
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“¿Pero –se dirá- qué impide fundir en uno solo la virtud y el placer,
y establecer el bien supremo de modo que la misma cosa sea a la vez honesta
y agradable?”. Es que no puede haber una parte de lo virtuoso que no sea
algo virtuoso, y el sumo bien no tendrá su pureza si encierra algo distinto
de lo mejor. Ni siquiera el gozo que nace de la virtud, aunque sea un
bien, es una parte del bien absoluto: no más que la alegría y la tranquilidad,
aunque nazcan de las causas más excelentes; pues estas cosas son bienes,
pero son consecuencia y no complemento del sumo bien. El que establece
una alianza entre el placer y la virtud, aún sin ponerlos en un pie de
igualdad, por la fragilidad de uno de los bienes debilita cuanto hay de
vigor en el otro, y pone bajo un yugo esa libertad que sólo es
invencible si no conoce nada más precioso que ella misma. Pues –lo que
es la máxima servidumbre- empieza a necesitar la fortuna; síguese de esto
una vida ansiosa, suspicaz, inquieta, temerosa de las vicisitudes, pendiente
de los momentos de los tiempos. No das a la virtud un fundamento grave,
inmutable, sino que le ordenas mantenerse en un lugar movedizo. Pues ¿qué
hay tan mudable como la espera de las cosas fortuitas y la variación del
cuerpo y de las cosas que lo afectan?. ¿Cómo puede obedecer a Dios y aceptar
con buen ánimo todo lo que suceda, no quejarse del destino y acoger de
buen grado sus vicisitudes el que se agita a las menores punzadas de los
placeres y de los dolores?. Ni siquiera es un buen defensor o salvador
de la patria, ni protector de sus amigos, si se inclina a los placeres.
Que el sumo bien se eleve a un lugar de donde ninguna fuerza pueda arrastrarlo,
adonde no tenga acceso el dolor ni la esperanza, ni el temor, ni ninguna
otra cosa que amengüe los derechos del bien supremo. Pero sólo la virtud
puede elevarse hasta allí; su paso es quien ha de dominar esa pendiente;
ella permanecerá firme y soportará todos los acontecimientos, no solo
paciente, sino voluntariamente, y sabrá que toda la dificultad de los
tiempos es una ley de la naturaleza; y como un buen soldado, soportará
sus heridas, contará las cicatrices y al morir traspasado por los dardos
amará al jefe por quien cae; tendrá siempre en su mente el viejo precepto:
Sigue a Dios. En cambio, el que se queja, llora y gime, es obligado a
la fuerza a hacer lo que está mandado, y no por ello es menos llevado
sin querer adonde se le ordena. ¡Qué locura es preferir ser arrastrado
a seguir!. Tanto, a fe mía, como, por necedad e ignorancia de la propia
condición, dolerte de que te falte algo o te ocurra algo penoso, o igualmente
extrañarte o indignarte de las cosas que tanto suceden a los buenos como
a los malos: quiero decir las enfermedades, las muertes, los impedimentos
y las demás miserias que acontecen inesperadamente a la vida humana. Aceptemos
con buen ánimo todo lo que se ha de padecer por la constitución del universo;
estamos sujetos a la obligación de soportar las condiciones de la vida
mortal y no perturbarnos por lo que no está en nuestro poder evitar. Hemos
nacido en un reino: obedecer a Dios es libertad.
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