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Séneca.
Sobre la felicidad.
Capítulo
26
El necio y el sabio | índice
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Hecha esta división, prefiero practicar aquellas que se han de ejercitar
más tranquilamente, antes que aquellas cuyo ejercicio requiere sangre
y sudor. Por tanto, dice el sabio, no vivo de un modo y hablo de otro,
sino que vosotros oís mal; sólo llega a vuestros oídos el sonido de mis
palabras; no buscáis su significación. Pues ¿qué diferencia hay entre
mí el necio y tú el sabio, si los dos queremos poseer?. Muchísimas: pues
las riquezas del hombre sabio están en servidumbre; las del necio, en
el poder; el sabio no permite nada a las riquezas, las riquezas os lo
permiten todo a vosotros; vosotros, como si alguien os hubiera prometido
su eterna posesión, os acostumbráis y apegáis a ellas; el sabio, cuando
más piensa en la pobreza es cuando está en medio de las riquezas. Nunca
un general cree tanto en la paz, que no se prepare a una guerra que, aunque
no se haga, ha sido declarada; a vosotros os pasma una cosa hermosa, como
si no pudiera arder o hundirse; una opulencia insólita, como si estuviera
por encima de todo riesgo y fuera demasiado grande para que la fortuna
tenga bastantes fuerzas para consumirla. Jugáis indolentemente con las
riquezas, sin prever su peligro, como a veces los bárbaros asediados,
desconocedores de las máquinas, contemplan indiferentes el trabajo de
los sitiadores, y no comprenden para qué sirven aquellas cosas que se
construyen a lo lejos. Lo mismo os ocurre: languidecéis entre vuestros
bienes, y no pensáis cuántas desgracias os amenazan por todas partes,
dispuestas a llevarse al punto preciosos despojos. Si alguien arrebata
sus riquezas al sabio, le dejará todo lo suyo: pues vive contento con
el presente, tranquilo sobre el porvenir. "Nada -dirá Sócrates, o alguno
otro que tenga la misma autoridad y el mismo poder sobre las cosas humanas-
me he prometido con más firmeza que no plegar los actos de mi vida a vuestras
opiniones. Acumulad por todas partes vuestras palabras acostumbradas:
no pensaré que me injuriáis, sino que gimoteáis como infelices criaturas".
Esto dirá aquél a quien ha sido dada la sabiduría, a quien su alma libre
de vicios ordena reprender a los demás, no porque los odie, sino para
curarlos. Y añadirá esto: "Vuestra opinión me afecta, no por mí sino por
vosotros: odiar y atacar la virtud es renunciar a la esperanza de enmienda".
No me hacéis ninguna injuria, como no la hace a los dioses los que derriban
sus altares; pero se manifiesta el mal propósito y la mala intención aún
allí donde no se ha podido hacer daño. Así soporto vuestras extravagancias,
como Júpiter, óptimo máximo, las necedades de los poetas, de los cuales
uno le pone alas; otro, cuernos; otro lo representa como adúltero y que
pasa las noches fuera; otro, cruel con los dioses; otro, injusto con los
hombres; oro, raptor y corruptor de hombres libres, y aún de sus deudos;
otro, parricida y usurpador de un reino ajeno y paterno: con todo lo cual
no se hubiera conseguido más que quitar a los hombres la vergüenza de
pecar, si hubiesen creído en dioses semejantes". Pero aunque esas cosas
nada me afecten, os aconsejo por vuestro propio interés: admirad la virtud;
creed a los que han seguido durante mucho tiempo y proclaman seguir algo
grande y que cada día manifiestan más su grandeza. Y veneradla como a
los dioses, y a los que la profesan como a sacerdotes, y cuantas veces
se haga mención de los escritos sagrados, tened la lengua. Esta expresión
no viene, como suele creerse, de favor, sino que se ordena el silencio,
para que pueda realizarse el sacrificio según el rito, sin que lo perturbe
ninguna voz intempestiva.
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